viernes, 8 de julio de 2011

Digamos que...

Digamos que estoy totalmente feliz. Que no hay nada que me perturbe. Que nunca lloro, ni me siento triste, ni deprimida, ni agotada, ni frustrada, ni inservible. Digamos que todos a mi alrededor son buena gente, que convivimos en paz, que todos me apoyan.
Imaginemos que camino por un bosque por la tarde. Que todo es verde y hermoso. Que el sol se escabulle por entre los árboles, dando calor y una iluminación preciosa. Que se escuchan los pajaritos cantar suavemente a lo lejos y el sonido de mis paso en el follaje. Nadie ni nada perturba mi estado de serenidad. De repente escucho a lo lejos el sonido de un arroyo. Me abro paso hacia él y llego a una parte despejada del bosque, donde desemboca el arroyo formando una pequeña cascada. El ruidito del agua me llena de tranquilidad. Me siento a un costado entre las rocas. Miro al cielo despejado y me quedo contemplándolo un momento. No hay nada más relajante. Me recuesto en el pasto y cierro los ojos. Estoy feliz. Entonces decido quedarme ahí para siempre.

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